El problema que sí tiene nombre

FUENTE: LA GACETA MARIA GONZALEZ

Si hay algo que caracteriza a nuestro panorama político actual es su capacidad para desviar las miradas de los conflictos más escandalosos que nos regalan a diario. Sus dos temas estrella son: por un lado, las mujeres y, por el otro, la salud mental. Tratados siempre ambos desde la perspectiva de la ideología de género, cómo no. Y así hace unos días cliqué en uno de esos artículos que parecen destinados a rellenar los diarios digitales, pero con un título sugerente, a saber: No le encuentro sentido a la vida. Una vez dentro del artículo se desarrollaba, de una forma un tanto superficial, la cuestión del propósito y sentido de la existencia. Entre las soluciones variopintas que se ofrecen para lidiar con la densidad del tedium vitae están las siguientes: encontrar una afición, tener nuevas experiencias, buscar actividades en comunidad, hacer ejercicio y comer sano. Como observamos, se puede hablar de todo, pero no se puede hablar de Dios. 

Betty Friedan comienza su Mística de la feminidad abordando el «problema que no tiene nombre», esto mismo de lo que se hablaba en el artículo mencionado anteriormente, pero centrado exclusivamente en la mujer de los años 50-60 de los EE. UU. Friedan se refiere a la mujer que vive en una aparente perfección. Mujeres que se han realizado como personas —tienes estudios, marido, hijos, un hogar, bienestar socioeconómico—, pero experimentan un malestar, una insatisfacción vital y existencial porque anhelan algo más. No es suficiente una reconocida y justa dignidad en derechos. Según parece, para que la mujer se sienta plena tiene que masculinizarse. Habría que contarle a Betty que, hoy en día, con la mujer emancipada y empoderada, esto no ha cambiado nada o incluso, me atrevo a afirmar, podría haber empeorado.

Las mujeres siguen siendo las grandes consumidoras de ansiolíticos y antidepresivos, aunque si nos ponemos a mirar las cifras de suicidios el hombre triplica en número a la mujer. Este dato me parece algo revelador, no hemos dejado de poner el foco en la mujer y en tratar de masculinizar su vida al máximo, sin haberle preguntado a los hombres si realmente ellos eran felices con sus vidas. Con estas cifras podemos afirmar en mayúsculas que ni el hombre ni la mujer están bien

«El problema que no tiene nombre» hunde sus raíces en lo más profundo del ser humano. Este no es solo el problema de la mujer, no es un problema causado por la sociedad patriarcal, por mucho empeño que le pongan. Ni la mujer ni el hombre encuentran la respuesta a sus inquietudes en su acción sino en su ser. Llegados a este punto, permítanme meter en la ecuación al Innombrable, Dios, y hablar desde la antropología teológica que es la más completa, a todos los efectos, para hablar de la persona humana, pues la considera en toda su realidad holística de cuerpo, alma y espíritu. En esa corporalidad que nos distingue, creados como hombre y mujer, Dios da la dignidad por igual a cada uno —«Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» Gn 2, 27—, no se puede interpretar una superioridad de uno de los dos. El hombre y la mujer se refieren el uno al otro y no pueden entenderse solos. Cada uno tiene una forma de ser en el mundo que le es propia, en su masculinidad y feminidad correspondientes. Eso a lo que Friedan llamó «mística de la feminidad» en un discurso sesgado que no aborda la realidad integral de la mujer. Nos faltó concretar la «mística de la masculinidad», para ver si conseguíamos sacar algo en claro y comprobar si es verdad que la mujer es solo un «macho castrado».

En la actualidad las mujeres siguen buscando el sentido de la vida sin encontrar un descanso para su sed y los anhelos más profundos de su corazón. Siguiendo los pasos de Edith Stein me atrevo a ponerles nombre: ser compañera y madre. Para llegar a esta conclusión Edith Stein en sus escritos sobre la mujer explica el término ethos: «Bajo el término ethos hay que entender algo duradero que regula los actos del ser humano; […] en una forma interior, en una duradera actitud del alma, aquello que la escolástica denomina hábito. Semejantes actitudes permanentes del alma confieren a los modos cambiantes de la conducta una impronta determinada, unitaria, y por esta impronta se hacen visibles hacia el exterior». Estas actitudes femeninas del alma se resumen en el ser compañera y madre. Pero ¿acaso se quiere decir con esto que la mujer es un mero complemento, un objeto sexual o un útero que fabrica bebés? No, por supuesto que no. Sería absurdo pensar que la mujer no puede ni debe trabajar, que la mujer debe permanecer relegada al hogar y más en la sociedad actual. Continuando con Edith Stein: «El ser compañera y madre implica una relación entre iguales que se ayudan mutuamente con el fin de alcanzar la santidad». Ser compañera significa «compartir la vida de otro ser humano y participar en todo lo que le afecta»; ser madre es la capacidad natural de acoger, cuidar y educar al otro tal y como es, más allá de engendrar hijos o no en el vientre. Esa es la actitud del alma en su condición femenina. Actitudes que conceden un sello a la conducta exterior y que deben ser utilizadas en favor de su profesión para beneficio del mundo. Vivir con ese corazón cambia toda la realidad de la mujer y la llena de sentido, pues todo nuestro ser está configurado desde la eternidad y tiene un sentido para la eternidad.

Estas reflexiones también sirvieron de base a posteriores pensadoras como Gerturd von Le Fort o Alice von Hildebrand. Mujeres que se atrevieron a pensar su condición femenina en toda su profundidad. Mientras que las corrientes feministas ponen todo su empeño en la solución a la emancipación total de la economía, el empoderamiento y el éxito económico como soluciones a esa «angustia vital», la experiencia nos demuestra que esto no es real. Lo estamos viendo: mujeres aplastando, no solo a los hombres, sino a todo lo que se les ponga por delante, incluso al fruto de sus entrañas, por las glorias del mundo, pero que siguen sintiéndose profundamente insatisfechas. ¿Dónde puede encontrar la mujer la respuesta y la medicina a esas preguntas y deseos que muchas veces no sabe ni expresar pues le han sido amputados por sus propias congéneres? Solo un toque de la gracia que ilumine el entendimiento es capaz de sacarnos de esta oscuridad. Redescubrir que cada persona tiene la vocación particular de salir de sí misma y crecer como don para el otro. El problema de las relaciones de subordinación y dominio —«tendrás ansia de tu marido y él te dominará» Gn 3,17— se debe a la concupiscencia que deforma la verdadera vocación a formar una comunidad de amor, citando de nuevo a Stein: «Hombre y mujer están configurados para llevar una vida en reciprocidad, como un único ser». O en palabras de Juan Pablo II: «son como dos «encarnaciones» de la misma soledad metafísica, frente a Dios y al mundo como dos modos de «ser cuerpo» y a la vez hombre».

Me empiezo a preguntar si no tendrá que ser el hombre de hoy el que venga a recordar a la mujer su privilegio y dignidad. Hombres que sean auténticos caballeros —compañeros y padres, capaces de custodiar la dignidad femenina, proteger a su familia y al débil, entre tantas cosas que se podrían decir— que devuelvan con sus actos íntegros la posición que desde el principio ha tenido la mujer, pero que por unos o por otras nunca es capaz de descubrir. Puede que esto no sea ninguna tontería, Cristo se encarnó y se hizo hombre para redimirnos y así restaurar el orden originario. El auténtico caballero es el que se configura con el Corazón de Cristo y entrega la vida. Solo el hombre cristificado puede ser cauce para que la mujer realice su misión. Por esa entrega del varón que da la vida, a imitación de Cristo crucificado, la mujer se cristifica y eso les hace uno en el amor, otra encarnación de la Trinidad.