Salí de mi hogar paterno a la universidad, con la idea de que una persona independiente, es aquella que solo se compromete consigo misma, antes que con cualquier cosa. Era mi visión de la mejor forma de conquistar al mundo. Una visión de independencia a ultranza, un valor al que se debían subordinar el resto de los demás valores.
Paradójicamente construía mi vida a base de renuncias y compromisos. Así, renuncie a muchas carreras para estudiar ingeniería, con tal compromiso, que por mi dedicación, pronto tuve acceso al éxito profesional. Igual renuncie en su momento, a un cómodo trabajo en una empresa, por otro más exigente pero mejor pagado; renunciaba muchas veces a dormir ocho horas cuando el logro de una meta lo imponía. Renunciaba y me comprometía cuando las circunstancias coincidían con mi filosofía de conveniencia.
En otros campos en donde no encontraba este sentido de conveniencia: elegía, pero sin comprometerme. Hacerlo así, era para mí era el culmen de la madurez de quien siempre tiene el control de su vida. Eso pensaba.
Esta actitud terminaría costando una vida humana… la de mi hijo.
Mi historia puede lamentablemente no tener nada de original, pero contiene todo el drama de la vida de tres personas, aunque una de ellas no llegara a ver la luz.
Una de esas historias de un hombre y una mujer que coinciden en una “libre relación” sin más compromiso que la simple convivencia para pasarla bien. Ambos coincidíamos en el concepto ideologizante de que independencia es igual a libertad, y libertad igual a la ausencia de compromiso. Los dos vivíamos con un yo exacerbado, individualista, que por supuesto excluía la noción del amor humano como posibilidad de verdadero encuentro personal.
Por descuido, concebimos un hijo. Como distaba de ser deseado, nos referimos a él solo como “el producto de nuestra relación” sin pensar ni remotamente en ponerle nombre y apellidos, pues apareció como una agresión a nuestros respectivos proyectos de vida; un atentado a nuestros interesas vitales. “Algo” no “alguien” que había entonces que reprimir y por ello apelamos a la cultura mediática de términos como: “el derecho sobre mi cuerpo”, “no se trata aun de una persona” “modernidad y libertad”. Conceptos que metimos en nuestras entrañas después de haber vaciado de su verdadero significado a las palabras: persona y justicia. Al hacerlo, lo que realmente hicimos fue vaciar nuestras propias vidas, esterilizándolas, para luego sufrir estúpida y neciamente el resto de nuestra existencia.
El supuesto ejercicio de nuestra “madura libertad” en realidad ocultaba el temor a un compromiso que nos complicara la vida, un temor que nos convirtió en asesinos. Dimos la espalda a la verdad de que el verdadero sentido de la libertad es elegir, y que el elegir establece un compromiso de amor; más que nada tratándose de un hijo, de una nueva vida.
Pensábamos mal y actuamos de la misma manera.
Lo redujimos así a una cuestión por la que habríamos de pasar, por lo que consideramos una mala noche en una mala posada, nada más falso. Actuamos con una pseudo fortaleza que pronto se derrumbó, pues bien sabíamos que ambos éramos cómplices en una maldad por la que nos habíamos animado mutuamente a llegar a la puerta de la clínica con un embarazo ya de semanas, en donde nos cubrieron de tristes eufemismos para comprar nuestras conciencias.
Nos convertimos en cómplices de médicos y enfermeras en un: “aquí no ha pasado nada”.
Pero si había pasado.
Al principio pudimos anestesiar nuestras conciencias hablando del asunto como si nada, fingiendo que lo pasado no nos atañía ni afectaba, pero pronto el sentimiento de culpa se manifestó en ambos con irritabilidad, nerviosismo, desasosiego. Era evidente que mi novia sufría más que yo una perdida en la más profunda intimidad de sus ser personal, y empezó a desesperarse.
Le propuse matrimonio, no por amor, sino en un absurdo intento por resarcirla emocionalmente. Y nos casamos por lo civil.
Teníamos recursos, así que planeamos unas largas vacaciones en busca de una magia que nos permitiera desechar lo que considerábamos aun un duelo pasajero; una culpa sin fundamento y una situación anecdótica por la que no creíamos necesitar reestructurar nuestro ser espiritual. Pero entramos en un callejón sin salida.
Había sido más fácil sacar a nuestro hijo del vientre de su madre que sacarlo de nuestras mentes y corazones, el tiempo se encargó de hacérnoslo ver. El mal uso de nuestra libertad nos hizo sus reos, pues constantemente nos encontrábamos como anclados en el pasado, sin interés por el futuro y sin ilusión por amar y ser amados; por lo tanto, sin ilusión por otro hijo ante un duelo no resuelto.
Nos obsesionamos por imaginar a nuestro hijo en la edad y características que tendría, de haber nacido; de cómo serían sus facciones, su carácter, su sonrisa, su forma de decirnos que nos quería; y desviábamos nuestra vista cuando en algún lugar público aparecía un niño en el que creíamos ver características semejantes. Con un cada vez más fuerte sentimiento de culpa pensábamos recurrentemente en: cómo no se nos ocurrió esto o aquello, para no haber tomado esa decisión.
Finalmente terminamos culpándonos el uno al otro y nuestra relación no pudo seguir adelante. Han pasado algunos años, no tengo su dirección, desconozco su paradero.
Espero en Dios que ella aproveche este año jubilar, para que al igual que yo, consciente del pecado se acerque a la reconciliación. Que encuentre quien la anime como lo han hecho conmigo. Pienso que la herida aun cicatrizada nunca nos dejara de doler, pero lo más importante es la posibilidad de reconstruir cada uno nuestro ser, y escapar de ese oscuro callejón sin salida. De volver a la fe.