FUENTE : WOMAN ESSENTIAL - GEORGINA TRIAS
Desde hace ya algunos años, distintos medios de comunicación nacionales e internacionales nos ofrecen una imagen fragmentada y empobrecida de la maternidad. Por un lado, artículos recientes como el publicado en Nature “The true toll pregnancy and childbirth take on the body” (El verdadero peaje que el embarazo y el parto imponen al cuerpo)(Nature, 27/03/25) vuelven a poner el foco en los efectos físicos del embarazo y el parto, resaltando las secuelas, las demandas fisiológicas y los costes biológicos que supone dar a luz. También diversos medios nacionales inciden en esta línea. Leemos titulares como “Así altera el embarazo el organismo de la mujer: la cuarentena no es suficiente para devolver los parámetros fisiológicos a la normalidad” (El País, 26/03/25), “Un estudio muestra que el cerebro de la mujer pierde materia gris y volumen durante el embarazo” (El País, 16/09/24), etc…
Por otro lado, hace más de una década, TIME Magazine sorprendía con una portada que condensaba cierto ideal de felicidad contemporáneo: “The Childfree Life: When Having It All Means Not Having Children” (La vida sin hijos: cuando tenerlo todo significa no tener hijos)(Time, 5/08/2013), ilustrada con una pareja joven tumbada en la playa, como símbolo de plenitud sin descendencia.
Aunque proceden de registros distintos —uno científico, otro cultural— ambos relatos comparten algo fundamental: presentan la maternidad como una carga. Ya sea como un proceso biológico desgastante o como un obstáculo a la autorrealización, el punto de partida es el mismo: tener hijos es un coste. Y en ambos casos, falta lo esencial: el sentido, la ganancia, el don que supone la maternidad. Esos intangibles que constituyen por excelencia lo humano.
En este contexto, titulares como el de Nature son falaces. Porque hablar de toll – peaje, precio- sin hablar también de plenitud, de transformación o de alegría es ofrecer una visión parcial, casi instrumental, de una de las experiencias más radicalmente humanas: generar vida.
El lenguaje no es inocente. “Peaje”, “impacto”, “pérdida”… son los términos que pueblan numerosos artículos recientes sobre maternidad. En cierto modo es comprensible: lo que se percibe como beneficio es menos evidente, menos cuantificable. Pero el hecho de que el bien sea invisible no lo vuelve inexistente. Todo lo contrario: lo más valioso de la maternidad escapa a las métricas. No se ve, no se mide, no se optimiza. Se vive.
Lo más valioso de la maternidad escapa a las métricas. No se ve, no se mide, no se optimiza. Se vive.
Sí, el embarazo cambia el cuerpo. Aumenta el volumen sanguíneo, altera el sistema respiratorio, modifica el cerebro, ensancha la pelvis y deja secuelas. También moviliza recursos psicológicos inmensos: fuerza, paciencia, vulnerabilidad, miedo, ternura. La ciencia hace bien en estudiarlo. Hace bien en recomendar cuidados adecuados, bajas maternales dignas, seguimiento posparto, etc… Pero si solo vemos las “cicatrices”, perdemos de vista que también, y sobre todo, es amor, gratitud, donación y, más aún, espera anhelada.
Hay mujeres que, al recordar su embarazo o su maternidad, no hablan solo de esfuerzo o de cansancio. Hablan de plenitud. De haber comprendido nuevas dimensiones del amor. De haberse reencontrado consigo mismas. De haber crecido, no solo hacia afuera, sino también hacia dentro. Y muchas de ellas, con una serenidad difícil de entender desde fuera, afirman que no cambiarían esa experiencia por nada.
El embarazo, además, – y también hay que contarlo – estimula la producción de oxitocina, dopamina y endorfinas. Genera bienestar, vinculación, placer. Se desarrollan nuevas conexiones neuronales asociadas al cuidado y la empatía. El cuerpo se adapta, sí, pero también se potencia. Se reorganiza para acoger.
Lo fascinante es que incluso desde un punto de vista biológico, el embarazo no solo transforma: también puede reparar. Durante la gestación, se produce un fenómeno conocido como microquimerismo fetal, por el cual células madre del feto migran al cuerpo de la madre y permanecen en sus tejidos durante años, incluso décadas. Estas células, con capacidad regenerativa, han sido identificadas en órganos como el corazón, el hígado o el cerebro materno, y se investiga su posible papel en la reparación de tejidos, la mejora de la respuesta inmunológica e incluso cierta protección frente a enfermedades. Es una muestra más de que el cuerpo materno no solo sufre el embarazo: también se ve fortalecido por él.
Y más allá de lo físico: la maternidad genera sentido. Nos saca de la lógica de la eficiencia para introducirnos en la del don. Nos recuerda que el cuerpo no está hecho solo para producir o rendir, sino también para sostener, para entregar, para amar.
Lo preocupante es que esa lógica del coste ha calado no solo en el discurso médico, sino también en las decisiones personales. En la exaltación contemporánea del “yo”, la maternidad aparece como amenaza a la autonomía, al éxito, al bienestar. Se nos dice que tener hijos implica esfuerzo, límites, cansancio. Que interrumpe el sueño, complica la carrera, consume recursos. Que no tenerlos, en cambio, garantiza libertad. Bajo este relato sin duda engañoso y sesgado, la maternidad no aparece como un bien, sino como una pérdida, también de libertad.
Se nos dice que nadie tiene derecho a condicionarnos, ni siquiera los hijos. Pero la verdad es que nadie se basta a sí mismo. Ni al principio, ni al final de la vida. Nacemos radicalmente dependientes. Necesitamos ser cuidados, acogidos, sostenidos. Y eso, lejos de ser una limitación, nos habla de nuestra condición radicalmente relacional, y de la necesidad de desarrollarnos cultivando las relaciones que son propiamente humanas, comenzando por las de filiación, maternidad y paternidad. No hacerlo nos sume en una soledad no solo física sino ontológica y existencial.
Por otro lado, con cierto desconcierto, vemos cómo, paradójicamente, se plantean como posibles, soluciones tecnocráticas a una cuestión profundamente humana. El sociólogo noruego Mads Larsen advertía recientemente que el invierno demográfico es el “desafío más grave que Occidente haya enfrentado nunca”. Y mencionaba la posibilidad de uso de robots humanoides —como los que Elon Musk planea producir en masa para 2040— como asistentes de crianza. Según él, si una mujer puede tener acceso a todos los bienes, servicios y “niñeras robot” que necesite, podríamos entrar en una “edad dorada de la reproducción”.
La idea es sintomática. Expresa una visión tecnocrática que intenta neutralizar el sacrificio y la entrega inherentes a la maternidad, vaciándola de su dimensión humana. Pero ¿puede una máquina consolar un llanto nocturno con ternura? Lo que está claro es que el vínculo que se crea en esos momentos nunca podrá ser suplido por ningún robot, porque pertenece al mundo de la interioridad exclusivamente humana, impenetrable para una máquina, por muy sofisticada que sea. Esos momentos están creando las biografías respectivas de la madre y el hijo, y son irremplazables, porque forman parte de su mundo interior más íntimo y personal.
No está en juego la eficiencia del cuidado, sino la profundidad del vínculo. Y ese vínculo no se programa: se encarna.
El cuerpo no está hecho solo para producir o rendir, sino también para sostener, para entregar, para amar.
Desde un punto de vista sociopolítico, el envejecimiento de la población, la caída de la natalidad y el rechazo a la maternidad están provocando una crisis sin precedentes. Sistemas de pensiones colapsados, soledad crónica, falta de relevo generacional, pérdida de sentido colectivo. Pero lo más alarmante no es lo que pasa fuera, sino lo que se está rompiendo dentro: hemos dejado de creer que el futuro vale la pena. El vacío existencial y la falta de sentido campan a sus anchas.
La pregunta por la maternidad no es solo ni siquiera principalmente política o económica. Es profundamente antropológica. ¿Qué es el ser humano? ¿Un consumidor solitario, un engranaje más en una cadena de procesos, o un ser relacional que encuentra sentido en el don de sí? Si convenimos en lo segundo, no hay experiencia más fecunda que la maternidad, desde la concepción hasta los vínculos que se tejen en la crianza, y que se prolongan a lo largo de toda la vida, purificándose y madurando. En la mujer, y en el desarrollo de su maternidad, resuenan los ecos del hogar, que todo ser humano, anhela y necesita, sin duda al nacer, pero también a lo largo de la vida.
Tener hijos —o desear tenerlos— es un signo de esperanza, una apuesta por la vida, una afirmación del bien y del amor. Y ese deseo no se puede imponer, hay que conectar con ese “querer” tener hijos, pero ese querer solo puede brotar si se conecta con la fuente y el origen de la vida, con nuestra propia vida como don. Y es esa conciencia la que abre al deseo de dar vida y de transmitirla.
Frente al relato que idealiza la vida sin hijos como un camino más limpio, ordenado y cómodo, urge reconstruir una cultura del amor, del servicio, del cuidado y de la fecundidad. Una cultura donde tener hijos —y desearlos— sea comprendido como una decisión profundamente humana, arraigada en el deseo de entrega, en la apertura al otro y en la afirmación serena de la vida como un bien en sí mismo.
Una civilización que olvida esto no solo se encamina al colapso demográfico, sino a la pérdida de sentido. Por eso, reconstruir una cultura del vínculo y de la fecundidad no es solo una necesidad social, sino una tarea profundamente humana, espiritual y cultural.
Una tarea que empieza por volver a mirar a la mujer y la maternidad, no como una carga biológica, sino como un hogar que acoge, como un lugar de origen, de vínculo y de esperanza.
Georgina Trías




