FUENTE : EL DEBATE
Existen pequeños brotes verdes —perdón por la expresión— que sugieren que el relativismo posmoderno comienza a languidecer. En su lugar empieza a dibujarse un terreno compartido donde se reconocen ciertas verdades elementales sobre el ser humano. Verdades que pueden reunir, sorprendentemente, a conservadores, liberales sensatos y sectores de la izquierda aún no del todo disueltos en ideología líquida.
Uno de esos destellos de esperanza lo ha provocado el debate en torno a los vientres de alquiler (no, no utilizaré jamás ese eufemismo llamado «gestación subrogada»). La discusión se reactivó este jueves, tras la nueva instrucción del Gobierno que prohíbe inscribir en los consulados a los niños nacidos mediante esta práctica en el extranjero.
La medida, aunque algo tibia —permite regularizar la situación si se prueba la filiación biológica—, ha servido para comprobar que la sociedad está menos dormida de lo que uno pensaría. Tibia, pues bastará con que el padre biológico registre al bebé para que el otro pueda adoptarlo. Poco cambia en lo sustancial.
Al margen de los matices legales reconforta ver que disminuye el apoyo social a esta práctica. Es un rechazo transversal, ajeno a banderas partidistas. Lo cual, entre otras cosas, explica que el PSOE haya endurecido la normativa. No dan puntada sin hilo.
Podría decirse que esto debería ser lo normal: que todos, al margen de ideas políticas, vieran en la compraventa de bebés un límite moral innegociable. Pero vivimos en tiempos en los que ya nada puede darse por supuesto. Conviene, pues, revisar los argumentos de quienes defienden esta práctica. No por amor a la polémica, sino por higiene intelectual.
Primer argumento: existe un derecho a tener hijos
Falso. Lo que existe es el derecho del menor a tener unos padres que lo cuiden, lo protejan y lo quieran. Si no existe el derecho a tener hijos, mucho menos existe el derecho a tener hijos biológicos.
Quien compara la adopción con los vientres de alquiler parece ignorar una diferencia crucial: los padres adoptivos no han creado la situación trágica que priva al menor de su familia biológica (porque, sí, la gestación es también biología).
¿Pueden imaginar lo que es crecer sabiendo que la mujer que te gestó lo hizo por dinero, y que quien te llama «hijo» pagó para que fueras creado en una persona que te es ajena?
Segundo argumento: es una decisión libre y consentida
Otro espejismo. Retiren el factor económico de la ecuación y díganme cuántas mujeres gestarían hijos ajenos por pura voluntad altruista.
¿Muy pocas? Exacto. Y eso no elimina la posibilidad de futuros traumas en el menor.
Tercer argumento, entra el libertario:
«Todo el mundo vende su cuerpo —su fuerza física, su tiempo— para ganar dinero, para sobrevivir. ¿Por qué escandalizarse ahora?».
Bien, díganme qué legislación laboral permite turnos de 24 horas al día, siete días a la semana, durante nueve meses (más todos los riesgos e incomodidades que implica un embarazo y un parto). No, no estoy diciendo que gestar sea un trabajo. Estoy bajando, adrede, al nivel argumentativo de quien lo plantea así para mostrar lo grotesco de su lógica.
El libertario insiste: «Es su decisión, nadie debe ni puede intervenir»…
Desde esta premisa podríamos legalizar también la esclavitud voluntaria, digo yo. Bajo esa lógica, ¿quién puede impedirme venderme como esclava a perpetuidad? ¿Es eso libertad? ¿Se puede renunciar de forma libre y para siempre a la libertad?
Quizá no basta con entronizar esa grotesca idea de libertad individual para construir una ética. Y, sin embargo, eso es justo lo que han hecho: convertir la libertad en un ídolo con pretensiones morales absolutas (mientras desprecian los argumentos ajenos como «imposiciones morales»).
He argumentado hasta ahora como si los vientres de alquiler consistieran en una mera transacción. Pero gestar un bebé no es sólo un proceso físico.
Cualquiera que haya sido madre, cualquier pediatra, cualquier antropólogo, psicólogo o neonatólogo lo sabe: hay un vínculo real, profundo, entre madre y bebé desde el útero. El instinto del recién nacido es trepar al pecho, buscar alimento y la voz y el latido que ha conocido desde dentro.
Nadie separa una gata de sus crías. Parece, sin embargo, que con los humanos eso es negociable, siempre que alguien tenga «ganas» de ser padre genético.
¿Y los niños? ¿Qué preguntas se harán cuando crezcan? ¿Con qué mirada se enfrentarán al relato de su origen?¿Con qué peso psicológico vivirán el saber que sus padres pagaron miles de euros por su nacimiento?¿Y los hijos de parejas homosexuales, a los que se les ha negado de raíz el vínculo con su madre (o madres, ojo)?¿Quién responderá a eso?
Afortunadamente, algo está cambiando. Tal vez lo grotesco de ciertos casos —como el de abuelas gestando nietos con el semen congelado de sus hijos muertos— haya servido de catalizador. Tal vez también influye que parte del feminismo ha comenzado a dar la espalda a los delirios queer.
No lo sé. Pero lo veo. Y lo celebro.
Del mismo modo que celebro que cada vez más personas empiecen a entender que el aborto se ha convertido en un anticonceptivo más, y que eso no es ningún progreso.
Son rayos de luz. Pequeños, tenues, pero reales.
Y a ellos me aferro, en esta sociedad tan extraña que nos ha tocado vivir.




