Cincuentenario de la "Humanae Vitae"

El 25 de Julio -fiesta de Santiago- de 1968, Pablo VI publicó su encíclica Humanae Vitae. Con ella, aquel Papa, que será canonizado en octubre por Francisco, firmó probablemente la encíclica más polémica y más rechazada de la historia. Es la encíclica que advierte contra la anticoncepción, pero se basa en algo profundo, esencial.

Pablo VI profetizó las consecuencias sociales de la extensión de los anticonceptivos (punto 17 del texto): infidelidad conyugal, degradación general de la moralidad, pérdida del respeto a la mujer -considerada por el hombre como simple instrumento de goce egoísta- y riesgo de imposición anticonceptiva por el estado. Hoy, que todas sus predicciones se han cumplido, podemos leer la encíclica en sentido inverso: ¿cómo era el mundo antes de la anticoncepción?, ¿qué ha sucedido con la mentalidad anticonceptiva y su “revolución sexual” -en la línea del Mayo del 68- que esta facilitó?

La encíclica enuncia una sabiduría ancestral que contempla el acto sexual como una expresión y realización de la entrega total de los esposos, en cuerpo y alma, por amor y para siempre, en un misterio natural que el Creador ha unido al misterio y milagro de la nueva vida, de la pro-creación. Romper eso con una pastilla o un preservativo reduce la posibilidad del embarazo y facilita un uso despersonalizado del acto sexual más allá de ese contexto natural. Sin embargo, ni la pastilla ni el látex pueden cambiar la realidad esencial del acto sexual, solo su apariencia.

¿De verdad fue liberadora la “revolución sexual? ¿Nos ha llevado a más amor, nos ha hecho libres y felices? ¿No estará en ese olvido de una sencilla sabiduría ancestral sobre la sexualidad, la causa de tantos males y sufrimientos de las personas en Occidente hoy? Decía Teresa de Calcuta que “la mayor enfermedad de Occidente hoy no es la tuberculosis o la lepra; es no ser querido, no ser amado y que nadie se preocupe por ti”. Parejas rotas, niños abandonados por su padre o su madre, padres que no pueden ver a sus hijos, abuelos que no ven a sus nietos… todo esto tiene que ver con generaciones que han carecido de toda enseñanza tradicional sobre la familia, que han crecido sin aprendizaje del autocontrol, de la templanza, sin otra meta que el placer a corto plazo -el “carpe diem”- y sin ideales verdaderos en su vida, a lo que se añade una economía individualista, antifamiliar. Todo esto nos ha hecho más artificiales, menos sencillos, más fríos, menos humanos, más esclavos y menos felices. La sexualidad importa, porque nada en nosotros es exclusivamente corporal. Hemos desaprendido demasiadas cosas.

Hoy, la sexología natural que Pablo VI recordaba en Humanae Vitae no es políticamente correcta. Es patrimonio de minorías de jóvenes que se atreven a vivir con un sentido similar al de nuestros bisabuelos -pero mejorado-: se reconocen a sí mismos y entre sí como hombres y mujeres íntegros, acaban contrayendo matrimonios sólidos y fundan sus futuras familias sobre roca, como en la parábola de Jesucristo, que compara al que construye sobre roca con el que construye sobre arena: sobre arena es más fácil, pero fracasa. Ya no es el temor al embarazo lo que facilita el hacer de la necesidad, virtud. Tampoco existe ya un moralismo social que rayaba en el puritanismo, sino el extremo opuesto. Por eso, la castidad -integridad, pureza- puede ser hoy más auténtica, valiosa y libre que nunca. En ese concepto, antiguo y nuevo, la sexualidad natural entre los esposos es un acto de alabanza al Dios de la vida, insertado en su plan creador y salvador. Esa es su grandeza, y también por eso está en peligro.

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