Eutanasia y dependencia. Una opinión personal

Poco antes de la Navidad se aprobó en el Congreso de los Diputados, como es conocido por todos, la Proposición de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia, que pretende según el comienzo de su exposición de motivos, “dar una respuesta jurídica, sistemática, equilibrada y garantista, a una demanda sostenida de la sociedad actual como es la eutanasia”.

Don Marcos Gómez Sancho, expresidente de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, afirmaba en una entrevista del pasado mes de febrero[i], que “de 25.000 pacientes que hemos atendido, solo 3 o 4 han pedido la eutanasia”. Es decir, un 0,016% de este número de usuarios de paliativos, que convendrán conmigo, son quienes más sufrimiento y dolor padecen, sienten el impulso de tal petición. No parece, según estas cifras, un asunto de urgencia con sostenida demanda social.

Por el contrario, afirma el Dr. Gómez Sancho que en España hay 120.000 personas que cada año necesitan cuidados paliativos especializados, de los que solo la mitad lo reciben. Solo este dato debería llevar a la reflexión sobre dónde está la demanda sostenida de la sociedad actual que pudiera requerir la atención de nuestros legisladores; y sobre la calidad de nuestra atención hacia aquellos que soportan un alto grado de sufrimiento como consecuencia de la enfermedad y la cercanía de la muerte.

Creo que los datos expuestos son necesarios para contextualizar la aprobación la semana pasada de la llamada Ley de la Eutanasia en el Congreso, con el apoyo de los partidos del Gobierno y muchos de los partidos minoritarios. La proposición avanza ahora hacia el Senado para su previsible aprobación definitiva.

No quiero entrar a valorar ahora la incongruencia que supone aprobar esta norma tras la enorme sacudida sufrida este año a causa del COVID, la lucha extenuante e incesante por salvar vidas, y el triste abandono por parte de los poderes públicos de muchos mayores en residencias, postergados a la hora de prestar una asistencia sanitaria en un entorno de saturación hospitalaria. El horror causado por tanta muerte y tanto sufrimiento no ha alterado en absoluto la hoja de ruta del Gobierno ni ha llevado a una reflexión más sosegada de una materia tan seria como esta.

La eutanasia se aprueba sin que exista una demanda social consistente, sin debate social real, e incluso contra la opinión de la mayor parte de la profesión médica[ii] – profesionales centrales en la aplicación futura de esta norma– y el dictamen desfavorable del Comité de Bioética de España, dependiente del Ministerio de Sanidad.

Se aprueba una norma sin que la mayor parte de la sociedad tenga una claridad conceptual sobre los elementos en juego. Por eutanasia podemos entender, según definición de la OMS, “toda acción u omisión del médico que provoca deliberadamente la muerte del paciente”. Según sea acción u omisión, será eutanasia activa o pasiva. La ley que se aprobará próximamente solo considera eutanasia a la que definimos como activa, descartando que la pasiva tenga tal consideración. Sin embargo, la norma no llega a incluir la definición en el texto legal, a pesar de dedicar un artículo a definiciones. Socialmente, e incluso en el propio texto en su parte motivacional, se hace referencia a la libertad y a la autonomía de la voluntad en su confrontación con el derecho a la vida, como elementos decisivos de esta compleja cuestión. Recomiendo para aclarar los conceptos claves este pequeño hilo terminológico de Doña Elena Postigo[iii], Directora del Instituto de Bioética Francisco de Vitoria.

Sin embargo, con frecuencia esa confrontación no será del todo real. La experiencia de los pocos países que nos preceden en la aplicación de una norma así nos muestra con claridad que un alto porcentaje de los supuestos eutanásicos se producen en personas incapaces de prestar un consentimiento actual sobre cuestión tan vital. Un estudio que se realiza cada cinco años en Holanda para conocer las causas de muerte de la población ha revelado que más de 400 de sus ciudadanos perdieron la vida por eutanasia sin que ellos hubieran dado su consentimiento (periodo 2010 a 2015)[iv]. Uno de los riesgos más claros de una norma así es la llamada “pendiente resbaladiza”, es decir, la que lleva a ir flexibilizando las garantías iniciales para ir tolerando cada vez más supuestos.

El aspecto más relevante de la norma es que configura la eutanasia, esto es, “la posibilidad de solicitar y recibir la ayuda necesaria para morir”, como un derecho que corresponde a toda persona que cumpla las condiciones exigidas. El envés de un derecho como este supone la correlativa obligación de los poderes públicos de dar satisfacción al derecho reconocido, que de hecho se incluye en la cartera de servicios comunes del Sistema Nacional de Salud, y será financiado públicamente. Grave responsabilidad la que recae sobre los médicos, que solo podrán evitar objetando públicamente en conciencia a tal práctica. En palabras del Comité de Biótica antes referido, “existen sólidas razones sanitarias, éticas, legales, económicas y sociales, para rechazar la transformación de la eutanasia y/o auxilio al suicidio en un derecho subjetivo y en una prestación pública”.[v]

Esta norma que comentamos tiene una importancia capital en un sector como el de los mayores, que son por definición las personas más cercanas al proceso de muerte natural. Téngase en cuenta que uno de los requisitos para acceder al derecho recién configurado es la existencia de un “Padecimiento grave, crónico e imposibilitante”, entendiéndose por tal “la situación que hace referencia a una persona afectada por limitaciones que inciden directamente sobre su autonomía física y actividades de la vida diaria, de manera que no pueda valerse por sí misma, así como sobre su capacidad de expresión y relación, y que llevan asociado un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para la misma, existiendo seguridad o gran probabilidad de que tales limitaciones vayan a persistir en el tiempo sin posibilidad de curación o mejoría apreciable”. Convendremos en que en esta definición puede ajustarse como un guante a muchos de nuestros mayores. A esto se une que la práctica material de la eutanasia se podrá realizar tanto en hospitales públicos, como en entidades privadas e incluso “a domicilio”, según enmienda incorporada a última hora con la poca disimulada intención de su aplicación en centros de mayores[vi]; lo que puede llevar a estos a verse en la obligación de consentir bajo su techo la ejecución de la práctica eutanásica. Conviene que cada institución reflexione internamente sobre los retos que esta ley les plantea.

España se convierte en el sexto país del mundo en legalizar una práctica que por sí misma supone causar deliberadamente la muerte a otro ser humano por parte de quien está vocacionalmente encargado de su cuidado, todo ello auspiciado además por los poderes civiles. En mi opinión, la eutanasia quiebra o puede quebrar la confianza médico-paciente, y va a constituir de facto una notable presión sobre los colectivos más vulnerables, a los que de modo sutil se traslada el mensaje de que determinadas vidas no son dignas de ser vividas.

El sector de mayores está especializado en el cuidado de personas enfermas y en el final de la vida. Sabemos lo que significa cuidar a quienes han perdido incluso sus capacidades, a quienes se encuentran solos; sabemos reconocer en ellos la dignidad inviolable que corresponde a toda persona humana por el hecho de serlo. El valor que cada vida tiene para el conjunto de la sociedad. Conocemos también las fronteras del dolor, y por ello podemos comprender mejor que muchos esta realidad.

La autonomía de la voluntad no puede ser justificación para actos que por sí mismos constituyen un desprecio al mayor valor que es la vida, presupuesto de todo derecho incluido el de libertad y autonomía personal. Puedo comprender que un paciente con indecibles dolores, sufrimiento o falta de esperanza pida poner fin a su sufrimiento. Lo que repugna es que el Estado ofrezca ante esta situación el atajo de la muerte, máxime cuando ha descuidado el camino exigente del consuelo y el alivio del dolor. Y que los profesionales médicos puedan verse obligados a causar deliberadamente la muerte a un paciente, traicionando su propio código deontológico y el clásico juramento hipocrático, que afirma: “jamás proporcionaré a persona alguna un remedio mortal si me lo pidiese, ni haré sugestión alguna en tal sentido”. Es además contrario al principio de Justicia que una norma así se apruebe cuando no contamos con una regulación de los cuidados paliativos que asegure la adecuada prestación de los mismos a todo aquel que lo requiera o necesite.

La sociedad y el Estado, en nuestro sistema legal, han de garantizar la asistencia sanitaria universal para el cuidado de la salud de los ciudadanos. Considero que la única respuesta ética aceptable ante el dolor y el final de la vida son los cuidados paliativos, que ni precipitan deliberadamente la muerte ni prolongan innecesariamente la agonía, sino que cuidan al enfermo, aliviando su dolor mientras llega la muerte. Acompañada, aliviada, socorrida. Pero vida hasta su final natural.

Jaime Fernández-Martos Montero es socio de FML Abogados.