Entre 2008 y 2018 el número total de diagnósticos de disforia de género entre niñas de entre 13 y 17 años aumentó en un 1.500%

Keira Bell tenía 14 años cuando comenzó a sentirse incómoda con los cambios que estaba experimentando su cuerpo. No se sentía mujer. Después de tres consultas y con 16 años, comenzó a recibir hormonas del sexo opuesto y a los 20 se le practicó una doble mastectomía. A los 23 años demandó a la clínica Tavistock and Portman por no haber resuelto su disforia y haber descartado otras causas de su problema como la depresión, el odio a sí misma o la confusión. «Los dos años previos estuve atrapada en una depresión y ansiedad severa. Me sentía extremadamente fuera de lugar en el mundo y no sabía que estaba luchando contra la pubertad porque no tenía a nadie con

 
 

quien hablar. Me identificaba con las lesbianas y sentí que había encontrado mi tribu», declaró ante el Tribunal Superior de Justicia británico, que le dio la razón. El caso Bell tuvo la repercusión de una honda expansiva en el Hospital Infantil Astrid Lindgren, en Suecia, que lleva desde el año 2000 tratando la disforia en menores de edad con esos mismos procedimientos y teme enfrentarse a numerosas demandas del mismo tipo, dada su experiencia con el resultado de sus prácticas con el paso de los años. La dirección del Astrid Lindgren anunció el pasado mes de mayo que ponía fin de inmediato a los nuevos tratamientos para menores con disforia de género por tratarse de «tratamientos controvertidos y que pueden implicar riesgos».

 

El Hospital Universitario Karolinska, el segundo más grande de Suecia, es el resultado de la fusión en 2004 del Karolinska de Solna, que a su ve contenía el Hospital Infantil Astrid Lindgren, y el Universitario de Huddinge. El equipo de KID, en Estocolmo, fue el primero en Suecia en ofrecer investigaciones de identidad de género para niños y jóvenes. Desde 2000 y más de 700 adolescentes han pasado por este departamento y todos los pacientes diagnosticados con disforia de género han podido recibir tratamiento hormonal en el Hospital Karolinska. En el momento de la fusión, las autoridades hospitalarias reunificadas ya advirtieron determinados déficits científicos y éticos en estos procedimientos, pero el temor a que la entidad perdiera prestigio evitó decisiones drásticas, a pesar de las numerosas críticas expresadas en público.

En varios informes, el comité ‘Assignment Review’ había destacado la falta de pruebas científicas y los riesgos de los diversos tratamientos hormonales, por tratarse de preparados potentes que pueden provocar efectos graves e irreversibles en la salud. Dicho comité publicó los casos de varias mujeres que se habían arrepentido de su tratamiento y alguna de ellas contó su experiencia a la prensa sueca, como Mika, que decía que «no sabes lo que estás haciendo y ellos tampoco, te dejas llevar por médicos con batas blancas pero no hay ciencia detrás de lo que hacen… de hecho no hay ninguna otra área de la medicina donde se prueben tratamientos directamente sobre una población joven y con consecuencias irreversibles». Especialmente doloroso fue el caso publicado por el periódico Filter sobre Jennifer Ring, una mujer trans de 32 años que se ahorcó cuatro años después de la cirugía. Su afligido padre, profesor titular de neurofisiología, mostró el informe médico de su hija, que desde su primera cita, había mostrado claros signos de psicosis, en lugar de disforia de género. Pero aunque tenía 14 años no se permitió a sus padres opinar en el proceso.

 

Todavía en primavera de 2019, el fundador del equipo KID, Per-Anders Rydelius, seguía defendiendo el tratamiento contra estas críticas y aseguraba que «no es experimental en el sentido de la palabra, sino que sigue un modelo de investigación que ha sido probado». Pero dentro del propio equipo, que apilaba ya datos de veinte años de experiencia, comenzaban a surgir también serias dudas. Había ya pruebas suficientes sobre los efectos secundarios como enfermedades cardiovasculares, osteoporosis, infertilidad, cáncer y enfermedades trombóticas. El hospital también terminó viéndose obligado a reconocer que el tratamiento tiene poca evidencia de lograr el efecto deseado y que hoy en día hay muy poco conocimiento sobre la seguridad a largo plazo.

Las nuevas directrices entraron en vigor el 1 de mayo y establecen que ningún menor recibirá tratamiento hormonal, salvo en el marco de estudios clínicos. Para los pacientes que ya están en tratamiento, los médicos deben realizar una «evaluación individual precisa sobre si el tratamiento debe interrumpirse o continuarse». Uno de los expertos en celebrarlo ha sido el profesor Christopher Gillberg, que llevaba años advirtiendo de los tratamientos con hormonas y las mutilaciones genitales en adolescentes y jóvenes. Gillberg, profesor de Psiquiatría infantil en la Universidad de Gotenburgo, lamenta que «cientos de niños en Suecia hayan estado expuestos cada año a correcciones biológicas de género sin que haya nada que se pueda comparar siquiera con una base razonable en términos de ciencia o experiencia comprobada». «Los niños generalmente no estaban incluidos en ningún estudio científico probado éticamente. No es raro que el tratamiento se realizase en contra de la voluntad de los padres de los menores. Y todo ha sucedido con el visto bueno de la Junta Nacional de Salud y Bienestar», denuncia, y habla de «seguramente el peor escándalo médico de este país».

 

Las autoridades suecas revisan ahora las consecuencias de una política que llevó a este aís a ser el primero en el mundo en reconocer «el derecho de las personas transgénero» y la prestación pública de servicios de cambio de género. Según los daos del Ministerio de Sanidad, entre 2008 y 2018 el número total de diagnósticos de disforia de género entre niñas de entre 13 y 17 años aumentó en un 1.500%. El fenómeno, reconocen los expertos suecos, está vinculado al cambio en la ley que permitió que los niños de 12 años tuvieran acceso sin el consentimiento de los padres a un cambio de género. Según el sentimiento generalizado en la sociedad sueca es que el gobierno socialdemócrata cedió entonces a la presión de la organización RFSL, que lucha por los derechos LGBT.