«La promoción de la mujer y la perspectiva de género. Apuntes de historia y doctrina»

Comunicación de Mons. Héctor Aguer*, presentada en la sesión privada de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas,

el 19 de septiembre de 2021.

I. Promoción de la mujer

  En la revelación bíblica, y en la tradición eclesial que se funda en ella, la dignidad de la persona humana radica en haber sido creada a imagen y semejanza de Dios (Gén. 1,27); sobre este concepto se basa lo que la Iglesia afirma en el presente, acerca del papel de la mujer en la sociedad. Esta noción del Adam, del ser humano como imagen y semejanza de Dios, es expresada muchas veces de un modo –digamos- genérico, sin referencia a la bipolaridad originaria. ¿Cómo ha de entenderse entonces la distinción varón-mujer? Ateniéndonos al dato bíblico, habría que decir que esa condición de la criatura humana, en la que consiste su excelencia sobre toda la creación, de ser imagen y semejanza del Creador, reside precisamente en la dualidad varón-mujer. A esta realidad, que puede ser percibida por la razón natural, se refieren los dos primeros capítulos del Génesis.

  El más reciente de los relatos de la creación, que los exégetas sitúan redactado después del exilio de Israel en Babilonia, expresa: Dios creó el ser humano (haadam) a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer (zakar-nequebach), Gén. 1,27. La narración más antigua, compuesta probablemente en tiempos de Salomón (siglo X a. C.), emplea un lenguaje simbólico, pero de profundo significado: el ser humano (Adam) fue modelado de la tierra, de la arcilla del suelo (adamá) y recibió en su nariz el soplo de Dios, un aliento de vida (Gén. 2,7). De su sueño y su costado formó Dios una mujer; al recibirla, extasiado, el Adam dice: ¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Se llamará varona (ishá) porque ha sido sacada del varón (ish). Inmediatamente el texto remarca el sentido, el fin de esa duplicidad: «Por eso el varón deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, Y los dos llegan a hacer una sola carne (basar ejad) (Gén. 2,24)». Es la revelación del significado de la sexualidad, del matrimonio y la familia.

  Se trata de realidades originarias, constitutivas, no de una invención, histórica, del devenir de la cultura. Según el relato bíblico, Dios no quiso que el ser humano (haadam) sea uno solo: «le haré un complemento, una ayuda adecuada» (Gén. 2,18). Cuando se afirma que el ser humano es imagen y semejanza de Dios, se está diciendo que tanto el varón como la mujer lo son; que la imagen y semejanza de Dios se encuentra en esa dualidad y en la complementariedad que de ella se sigue. Reside en uno y en la otra, en ambos, en la reciprocidad de uno y la otra, en su complementariedad; por tanto, de acuerdo con estas afirmaciones bíblicas, no cabe duda: se verifica una igualdad en dignidad y en derechos entre el varón y la mujer. Esto no significa que sean idénticos, sino que constituyen dos formas, dos realizaciones originales y recíprocas, complementarias, pero cada uno con su característica peculiar; podríamos decir, con el lenguaje posterior de la filosofía: dos modos de ser persona humana. Las ciencias empíricas nos aseguran esa doble identidad, ya en su básica realidad biológica: todas las células del cuerpo del varón son masculinas y todas las células del cuerpo de la mujer son femeninas; esta diferencia se verifica ya inicialmente en el estado embrionario.

  El dato fundamental de la antropología cristiana destaca, al mismo tiempo, la igualdad en dignidad y derechos cuanto la diferencia; esta no es sólo biológica, visible en lo morfológico, sino también psicológica, «genial», si cabe decir. Se suele hoy hablar del genio del varón, del genio de la mujer, de la personalidad de uno y de otra. Al mismo tiempo, la antropología cristiana destaca la complementariedad, lo que San Juan Pablo II denominó muchas veces «la unidad de los dos». Aquellos datos fundacionales de la revelación bíblica no quedan desplazados por la experiencia histórica de la práctica de lo que actualmente identificamos como discriminación, de las alternativas expresadas en otros textos bíblicos en los que se manifiesta una historia de la relación varón-mujer, que recibieron el influjo de las culturas circundantes a Israel. Los mejores pasajes de los Libros Sapienciales tienen su fuente en los pasajes del Génesis ya evocados. Se puede afirmar, entonces, que en la revelación bíblica se halla una línea homogénea superando las heterogeneidades; y que conduce al Nuevo Testamento, a las elaboraciones de San Pablo, que presentan a Jesucristo como Nuevo Adán y a la comunidad de la iglesia como Nueva Eva. La derivación Mariológica se inscribe en el interior de aquella simbología.

  En la Biblia aparecen también otros elementos para considerar, como el carácter personal del ser humano; este dato pareciera algo elemental, absolutamente sabido; sin embargo hay que repetirlo con claridad y hacer notar el despliegue de consecuencias de tal afirmación, de modo particular la trascendencia y espiritualidad de la persona humana. El carácter personal implica la comunión entre la persona varón y la persona mujer, comunión que se concreta como don recíproco, como la vocación de existir en relación al otro, que es un otro yo; de existir recíprocamente y de realizarse el uno a través del otro. En el Nuevo Testamento aparece un dato todavía más intenso; la comunión del varón y la mujer en el mutuo don del matrimonio y la familia cristiana, refleja -dice el apóstol Pablo- el misterio de amor de Cristo y la Iglesia, el amor salvífico de Dios a los hombres: este es según el Apóstol un gran misterio (mystérion… méga), que según Pablo se refiere a Cristo y a la Iglesia (Ef. 5,32). La referencia última es la comunión de vida del Dios Uno-Trino. Esa realidad misteriosa, sacramental (mysterion se traduce en latín sacramentum) permite destacar dimensiones de la misma Iglesia, en la cual el principio apostólico, jerárquico, ministerial, es principio varonil y se distingue del principio mariano, el principio de la fidelidad, de la acogida a la palabra de Dios, que es carácter femenino. De esta distinción se siguen consecuencias importantes, por ejemplo, para resolver la cuestión del no sacerdocio de las mujeres.

  Estos datos de la antropología teológica que he recordado, son el fundamento de todo lo que la doctrina de la Iglesia afirma actualmente al iluminar el camino de promoción de la mujer que está en curso en la sociedad contemporánea.

  Un segundo aspecto: ¿Por qué es necesario hablar de una promoción de la mujer? Si es necesario proyectar, apoyar y defender una promoción de la mujer, estos intentos significan que ha habido, o hay, una situación de no promoción, y hasta de discriminación, y esto es algo que parece absolutamente innegable. La Santa Sede, en su participación en las conferencias internacionales, y en el iter preparatorio de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, realizada en Pekín en 1995, se hizo plenamente cargo de esta situación de discriminación que existía contra la mujer en muchos lugares del mundo, con una variedad de manifestaciones muy graves. La Carta del Papa Juan Pablo II a las Mujeres, y el mensaje que el mismo Pontífice dirigió a la señora Gertrude Mongella, secretaria de aquella Conferencia de Pekín, hablan claramente del problema y del compromiso de la Iglesia, en el camino de una auténtica promoción de la mujer y de la lucha por superar las discriminaciones de las que es objeto. La Conferencia de Pekín tuvo por tema principal la igualdad, el desarrollo y la paz; del mismo derivan otros subtemas que analizan ampliamente la situación de la mujer en la cultura contemporánea.

  Si se considera esa amplísima -y muchas veces ambigua- cuestión de la doctrina de la Iglesia, habría que preguntarse cuál es la fuente de las discriminaciones. En la Carta Apostólica Mulieris dignitatem, Juan Pablo II ofrece una respuesta teológica, un dato primero de Antropología Teológica: la última, es decir la más honda y universal, es el pecado, entendido como abuso de la libertad, como lección del mal que degrada la condición de semejanza con Dios, propio del ser humano. Podríamos preguntarnos si en la cultura globalizada que se ha impuesto subsiste el sentido del pecado; más todavía, muchas veces el espejismo de la sociedad contemporánea intenta mostrar que el pecado, el vicio, el delito incluso es un derecho y un ámbito de realización; pero desde la perspectiva de la fe, el pecado es la degradación del ser humano como imagen y semejanza del Creador; es la no-semejanza. Si afecta al Adam, al ser humano, el pecado, en cuanto ruptura de la semejanza, tiene que afectar al ish y a la ishá, al varón y a la mujer; y a la relación originaria entre ambos. En la Carta Mulieris dignitatem, el Papa cita el texto de Génesis 3,16: Tu deseo te inclinará hacia tu marido, y él te dominará; esta es una especie de sentencia divina, que toma en cuenta la participación respectiva de la mujer y del varón en el primer pecado, según el relato de Génesis 3, 1-7. El Papa hace una exégesis de aquella expresión Tu deseo te inclinará hacia tu marido, y él te dominará; considera ese dominio históricamente inevitable, porque es consecuencia del deseo de la misma mujer, como una pérdida de la estabilidad originaria, de aquella igualdad fundamental de la que gozaba el ser humano antes del pecado, una serena relación del varón con la mujer. Ese dominio no se ejerce solo en el ámbito de la relación sexual, o del orden familiar, sino que se proyecta indirectamente a la convivencia social y acaba coloreando toda la cultura.

  A partir del pecado, la relación degradada que se establece y perdura entre el varón y la mujer, disminuye la verdadera dignidad del varón, que tiende a hacer de la mujer un objeto de dominio y de posesión de su masculinidad. La cosificación de la mujer la degrada objetivamente a ella, pero asimismo envilece al varón, porque altera la relación originaria. Entonces, desde este ángulo de percepción se puede juzgar toda la historia de las culturas. Mostrando la pecaminosidad e inhumanidad de las situaciones de injusticia de las cuales la mujer ha sido víctima y las que padece todavía; tanto en las sociedades subdesarrolladas, en la que prevalecen condiciones arcaicas, como en las orgullosas sociedades desarrolladas de Occidente.

  Los soportes de la Santa Sede a la Conferencia de Pekín aluden a ciertas injusticias que hoy no son reportadas como tales, y que las mujeres sufren en países donde flamea la bandera presuntamente progresista de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Las situaciones históricas de injusticia contra la mujer equivalen a un desequilibrio en el ethos, en esa relación moral que corresponde a la dignidad originaria del ser humano. Desde allí se podría trazar un brevísimo recorrido para constatar algunas situaciones en que la mujer se ha encontrado, a lo largo de la historia, como víctima de injusticias.

  En primer lugar, en el paganismo, se muestra sistemáticamente una condición puramente objetual de la mujer: no es persona, sino un objeto, una res (término latino que designa algo que se posee). Más aún, es el varón quien le otorga el derecho, el que la hace entrar en el ámbito del derecho, que es un derecho varonil. Decir paganismo es simplificar exageradamente, y omitir las posibles excepciones; los casos son muy diversos según las distintas culturas; en el paganismo clásico por ejemplo, sobresalen figuras femeninas magníficas que se destacan en la tragedia griega y en la historia romana; sin embargo, el contexto general de esa cultura es discriminatorio.

  Este es el momento de citar algunas definiciones del Apóstol Pablo: la concepción antropológica cristiana se va abriendo paso. En varias intervenciones suyas se destaca el realismo con el que considera la relación varón-mujer, y el sentido del matrimonio a la luz de la fe, que iluminan la percepción de la fugacidad del tiempo presente. Así en 1 Cor. 7, 38: «El que se casa con la mujer que ama (porque aprecia que no podrá comportarse correctamente con ella) hace bien», pero también obra correctamente quien decide no casarse porque aprecia que puede contenerse con pleno dominio de su voluntad; según el Apóstol éste obra mejor todavía (v. 38). En la Carta a los Efesios, la relación entre los esposos se expresa como una sumisión recíproca: hypotassomenoi allēlois en phobō Jristoû (Ef. 5, 21); enseguida se lo expresa mejor: las mujeres sujetas a sus maridos como la Iglesia está a Cristo; a los maridos, en cambio, la sujeción misma debe expresarse como amor: hoi andres agapan tas heautōn gynaikas, (Ef 5, 28) como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella. Los maridos deben amar a su mujer hōs ta heautōn sōmata como a su propio cuerpo. Notemos la diferencia: la mujer ha de respetar al marido, pero éste debe amarla hasta dar la vida por ella. En el orden cristiano, el respeto es en phobō Jristoû, por temor a Cristo (yo diría: no al marido). El amor que el marido debe a la esposa es total, hasta dar la vida. A través de estos detalles se expresa la sacramentalidad del matrimonio (el «misterio grande», que dice San Pablo). Aquí el Apóstol recurre a la cita de Génesis 2,24: se unirán para hacer una sola carne (basar ejad, en hebreo). La referencia a Cristo y a la Iglesia hace del matrimonio un gran misterio (mysterion touto méga estín) (Ef. 5, 32). En la Carta a los Colosenses aparecen los mismos términos: las mujeres deben ser dóciles a su marido (hypotásesthe) los maridos amen a su mujer (agapâte) y no le amarguen la vida (Col. 3,19). La nueva situación en la que el bautismo pone a los creyentes implica una transformación de la cultura. Los Padres de la Iglesia, por ejemplo, en una época áurea de la Patrística como el siglo IV, cuando se hacía notoria la decadencia del marco cultural y jurídico del Imperio Romano, reaccionaron contra discriminaciones flagrantes de la mujer consagrada, en la legislación civil de entonces. Hay textos bellísimos de San Gregorio de Nacianzo, San Jerónimo, San Ambrosio y el mismo San Agustín sobre este punto. Cuando se va plasmando la Europa cristiana, se verifica una progresiva valorización de la mujer como persona; respecto de aquellos cambios es preciso pensar que se trató de un proceso muy lento de inculturación de los valores cristianos, mientras subsistían numerosos elementos propios del genio pagano, que iban siendo bautizados a lo largo del tiempo. Más aún, el proceso de inculturación en realidad no termina nunca; cuando el imperio se ha convertido -y habría que preguntarse el significado exacto y las implicancias de esa conversión-, entran en escena los pueblos denominados bárbaros, con diversidades culturales y con nuevas injusticias y discriminaciones, que deberán ser purificadas poco a poco, también a lo largo de los siglos.

  Así se podría continuar registrando el proceso hasta la actualidad. Es decir, que aquellos principios de la fe que hablan de la dignidad eximia de la mujer, absolutamente igual al varón en excelencia y derechos -como hemos señalado- no se ha realizado nunca plenamente; sus virtualidades son capaces de transformar el mundo y de fecundar siglos y siglos, pero no se han realizado nunca de un modo total y satisfactorio. Esta realidad no debe extrañar, ya que la Iglesia y su obra evangelizadora se insertan en la realidad cultural según la lógica de la Encarnación del verbo y su potencia transformadora; conducen misteriosamente a la aceptación del Evangelio y orientan a través de las condiciones terrenas. Un reflejo evidente del ideal se encuentra en las mujeres santas, especialmente aquellas que desempeñan un papel importante en el orden social y político y que han sido un foco de luz para sus pueblos, cuyo resplandor también a lo largo de la historia señalan el camino. Ya he apuntado algunos pasajes paulinos, en lo que juega el principio de la teología del Apóstol, en los que se formula la relación esposo-esposa, según la relación Cristo-Iglesia: «Como la Iglesia está sometida a Cristo del mismo modo letal las mujeres a sus maridos» (Ef. 5, 24). Pero los maridos, como Cristo deben amar a sus esposas (el verbo empleado es el de la caridad (agapâte) como lo hizo Cristo hasta la entrega por la Iglesia (Ef. 5,24); lo mismo aparece en Col 3,18. En 1 Cor 14, 34 s., el Apóstol no permite que las mujeres hablen en las asambleas (hai gynaikes en tais ekklēsiais sigatōsan) (hay aquí un reflejo de la ley y la liturgia judías); el Apóstol parece temer una confusión seudocarismática: ei de ti mathein thelousin, en oikō tous idious andras eperōtatōsan (1 Cor 14, 35). Si quieren aprender (mathein) algo, que les pregunten en casa a sus maridos. Podemos relacionar este mandato con el aspecto que se requiere a las mujeres, la sobriedad y sencillez en el vestido y los adornos en la Primera Carta a Timoteo (1 Tim 2, 9); allí también se les manda a aprender en silencio (1 Tim 2, 12), y no se le permite enseñar (didáskein). Evidentemente esta norma no estaba destinada a perdurar: desde hace décadas, en nuestras parroquias las catequistas son mujeres. Otra figura muy actual; un tema para pensar y discutir: son las mujeres teólogas, no todas ellas si abundaren, sino las que se exceden en su papel; notemos que la prohibición de Pablo en 1 Tim 2, 12 se completa: «ni dominar a su marido» (oudé anthenteîn andrós). La razón que esgrime el Apóstol es que Adán fue formado primero y la seducida fue Eva. La superación de la mujer, continúa el argumento está en la maternidad, en afianzarse en la fe, el amor, la santificación, y con sobriedad (sophrosyne). Estos elementos eran propios de la cultura religiosa judía; aunque no estaría mal, al contrario, ponderarlos nuevamente, a la luz de los siglos transcurridos, y de la evolución homogénea de la doctrina de la Iglesia.

  En virtud de una cabriola argumental, cito una «autoridad» muy diferente: en 1946, en un mensaje dirigido un Congreso de Mujeres, Eva Perón decía: «Nuestro siglo (el XX) será conocido como el siglo del feminismo victorioso; la victoria del feminismo consiste en la indisolubilidad del matrimonio, y en la presencia de la mujer en el hogar». Expresión exacta del humanismo cristiano. Actualmente la mayoría de las mujeres peronistas se horrorizarían de aquella postura.

  El Santo Padre, en la ya mencionada Carta a las «Mujeres, percibe el fenómeno de la discriminación. Incluso dice que en esa ambigüedad que es propia de los fenómenos culturales, si los cristianos alguna vez se han hecho partícipes de injusticia contra la mujer, él pide disculpas en nombre de la Iglesia. Entonces, no corresponde alarmarse porque hoy nos debamos enfocar católicamente en un camino de promoción de la mujer, que implica despojarse de muchos prejuicios, y hacerse cargo de reivindicaciones ciertas y valiosas del último siglo. El mismo Papa, aunque no usa nunca la palabra feminismo, se refirió a caminos de reivindicación de los derechos de la mujer; y manifestó su admiración a tantas mujeres que han luchado por cosas que actualmente se reconocen como naturales, correctísimas, obvias, que, sin embargo, en un tiempo parecían como locuras y hasta como pecados. Estas afirmaciones pontificias son muy importantes para todo propósito que queramos plantearnos hacia el futuro.

  Es digno de notarse también que en los momentos de paralización de las culturas cristianas aflore el viejo tema pagano de la mujer objeto, no persona. Esto se percibe sutilmente en el Renacimiento del siglo XVI, cuando la fascinación por el mundo antiguo y por el derecho romano llegó a copiar ciertos elementos de la cultura antigua. Así como en la Edad Media se encuentran figuras precursoras, de exaltación idealizada de la mujer en el amor cortés, en la literatura caballeresca y luego en el Quijote, que van a repetirse con la vigencia del Romanticismo prolongado en el siglo XIX. En este siglo se encuentran movimientos opuestos en el ámbito secularizado, y el tema cristiano aparece ofuscado en la cultura entonces vigente: por un lado la represión victoriana del sexo, pero que busca las compensaciones imaginables. Desde el punto de vista cultural hay que decir que el puritanismo victoriano es represor, y por otro lado aparecen los despuntes de un feminismo que plantea de un modo igualitario la relación de la mujer con el varón. No reivindica una serena igualdad, sino una igualdad beligerante. Curiosamente, en el Documento de Pekín se muestra todavía esta situación: la promoción de la mujer es expuesta en términos de lucha contra el varón; incluso se ha inventado un neologismo difícil de traducir: empowerment, que los españoles ha traducido empoderamiento. La mujer ahora busca apoderarse de espacios, de igualdad de oportunidades, de la primacía en la sociedad, de los lugares que habría usurpado el varón. Esta noción de empowerment arruina la temática de legítima promoción, porque la entiende en términos de conquista, de beligerancia y lucha; se constituye en una especie de bandera, de una «liberación» de la mujer, que acaba despojándola de su identidad femenina. Esta situación tiene su origen más cercano en el siglo XIX; los movimientos que preconizan una figura igualitaria de la mujer, en el fondo la están masculinizando.

  Lo patético del movimiento feminista extremo consiste en eso, en que presenta una imagen masculinizada de la mujer; esta orientación se acerca a lo que se propone hoy día bajo la perspectiva de género. Algunos temas, que en la actualidad ya están resueltos, en aquel tiempo resultaban escandalosos. Por ejemplo: en un tiempo fue un arquetipo de liberación la lucha por el sufragio femenino, a la participación de la mujer en ciertas actividades en las cuales hoy día es una protagonista privilegiada respecto del varón. En el siglo XX, y como antecedente de una forma de feminismo que se puede calificar como extremo, se encuentra el existencialismo ateo representado por Simone de Beauvoir (1908), que con su famoso libro «El segundo sexo» pretende hacer una decisiva apología de la mujer. El conjunto de su obra produce una inmensa tristeza. Llega a decir que «mujer se hace, y no se nace», y la considera un producto cultural «intermedio entre el macho y el castrado». Es ese un feminismo frío, en el que ha desaparecido la comunión con la otra parte, el varón. El ejemplo personal de Beauvoir, su relación con Jean-Paul Sartre, sobre todo los últimos años, hiela la sangre; la lleva a negar incluso la diferencia biológica de los sexos. Esta visión extremista del feminismo organizado como un movimiento, permite reconocer las fuerzas mayoritarias que se han empeñado en la preparación de la ya citada Conferencia de Pekín.

  Lo que llamamos feminismo extremo tiene su origen en los años 60, fundamentalmente en Estados Unidos, donde se inicia como una derivación del marxismo cultural. El libro «La dialéctica del sexo», de Sülamith Firestone, típico representante del movimiento, intenta llevar la dialéctica marxista a la relación sexual del varón y la mujer y a la base biológica de la distinción de los sexos. El contexto es el del marxismo clásico y la autora parte del ataque que Marx realiza contra la familia, a la que descalifica como patriarcal, porque para él la familia «patriarcal» es el soporte tradicional de la propiedad privada; para suprimir la propiedad privada se debe eliminar la familia en la forma que era conocida en su época. Esto liga al marxismo con los movimientos divorcistas contemporáneos de liberación sexual, ya existentes en su época. La autora Firestone considera insuficiente la aplicación de la dialéctica en el nivel de la propiedad, o del dominio del patriarca en el ámbito económico. Para ella, el dominio del patriarca se da en lo sexual, y por lo tanto, hay que introducir la dialéctica en la intimidad conyugal, hay que llevarla a la alcoba y atacar directamente a la familia, pues el padre es el representante de la clase opresora, ya que se beneficia con la labor reproductiva de la mujer. El economicismo es llevado entonces a lo más íntimo del ámbito familiar, a lo más natural de la relación del varón y la mujer y del fruto de su unión. La madre, por tanto, esclavizada por la maternidad es la representante típica de la clase oprimida, y las víctimas son los hijos, porque por el proceder de tal esquema de organización, están predispuestos para aceptar una sociedad de clases. Entonces, la dialéctica, aplicada a la relación entre los sexos, ha de ser el instrumento para liberar a la mujer del control reproductivo, incluyendo no sólo la planificación de la natalidad sino también el aborto. La maternidad esclaviza a la mujer que la convierte en un factor de la opresión que el patriarca ejerce sobre la familia.

  Como complemento de lo tratado hasta aquí sobre la discriminación observo un dato que aparece frecuentemente en los medios de comunicación. En la Argentina son muy comunes los feminicidios (no femicidios); casi siempre el victimario es la pareja o la ex pareja, el ex novio, rara vez el esposo que mata a la esposa. Esto muestra el estado calamitoso en que ha caído la sociedad argentina. Exagerando un poco digamos: la gente no se casa.

II. Perspectiva de género

  Más allá del control sobre la reproducción para lograr una disminución de la natalidad, que integra la agenda clásica del feminismo, se pretende ahora llegar a la eliminación de la distinción sexual del varón y mujer. La distinción ish – ishá es considerada en la agenda de género como una maldición que encadena a la mujer. Entonces preconiza la total liberación de las relaciones sexuales; es preciso superar no sólo la esclavitud de la maternidad y del matrimonio, sino también la distinción sexual. Habría que promover el ejercicio de la homosexualidad, el incesto y todas las perversiones sexuales; para que, recuperando la libertad, la mujer pueda ocupar el sitio que en la sociedad y en la cultura le corresponde. Evidentemente, este es un caso extremo de feminismo; no todo feminismo coincide con este punto de identificación; pero en ese planteo dialéctico se muestra una visión profundísima de la situación. Uno de los fundamentales instrumentos para lograr la liberación de la realidad natural de lo que son el varón y la mujer, es lo que se llama perspectiva de género. Si en el planteo, que hemos presentado, de Sülamith Firestone se identifica la distinción sexual como esclavizante, como lo malo, implícitamente en esa postura se sostiene que en materia de sexo no hay modelos, no hay imagen, el sexo sería una función indiferenciada en cuyo ejercicio todo vale; los roles respectivos de varones y mujeres son productos culturales, cambiantes a lo largo del historia. La perspectiva de género sistematiza esa convicción. Sin entrar en tecnicismos sociológicos, con la expresión perspectiva de género se recubre una gama muy diversa de nociones y de teorías. Hoy día la perspectiva de género es un ángulo de visión adaptado en general por las ciencias sociales. En el artículo «Sexuality», de la Enciclopedia Británica, esta palabra desde hace tiempo deja ver la noción de género, referida especialmente al criterio sociológico que es sostenido por muchos autores, los que brindan una bibliografía frecuentada por las feministas de hoy. La cuestión que debe plantearse es si habida cuenta del problema filosófico que está detrás de tal perspectiva, esta versión no debe llamarse más bien ideología de género, ya que comprende una versión antropológica completa que pretende reemplazar el concepto de naturaleza del varón y la mujer, y del sentido de sus relaciones.

  Pero veamos: ¿Qué es lo que esos autores quieren decir? ¿Qué entienden por género? ¿Es lo mismo que el sexo o se desea afirmar otra cosa? En la gramática se enumeran un género femenino, otro masculino, y en algunos idiomas también un género neutro, pero no es cierto lo que se desea afirmar desde las ciencias sociales cuando se habla de perspectiva de género; tampoco se puede decir que en esos ámbitos se trate de un concepto, o que se pretenda ofrecer una definición de género. Por eso los textos, en general, hablan de una perspectiva, es decir un ángulo de visión; también se dice estudios de género, cuando la referencia es a determinados problemas de educación sexual, o de tópicos acerca de la promoción de la mujer y su situación en la sociedad. Lo que llaman perspectiva de género abarca un ángulo muy amplio de división, un tanto inasible; tiene que ver con los sexos y su distinción y relaciones, sin una definición precisa de los conceptos, aunque se advierte en el uso que la noción suficientemente ambigua de los conceptos, permite filtrar, infiltrar, una ideología, y es por tanto fácilmente utilizable por el feminismo extremo. Se tiende a reemplazar la noción de sexo. Además, recientemente se ha añadido a la perspectiva la transexualidad o el transgénero, es decir, la capacidad de cambiar la condición natural de varón o mujer. Ni Hermes ni Afrodita, y estas ocurrencias pueden recibir la aprobación estatal y registrar el ni en el documento de identidad. Es la creación del Estado que deja atrás la noción de naturaleza. Para advertir lo novedoso de los inventos que ofrece una actualizada perspectiva de género, basta recordar que Sigmund Freud, en las conferencias 20º y 21º de su Introducción al psicoanálisis hable ampliamente de las perversiones sexuales, entre las que incluyen la homosexualidad. Cito a título de ejemplo, lo que afirma acerca de una admisión de esos despistes respecto de la naturaleza: «En verdad, los perversos son más bien unos pobres diablos que tienen que pagar un precio altísimo por esa satisfacción que tan trabajosamente se conquistan». ¿Qué diría el fundador del psicoanálisis de las combinaciones amparadas bajo la perspectiva de género?

  La perspectiva de género escinde de la comprensión del ser varón o de ser mujer de la diferencia biológica entre ambos; la masculinidad y la feminidad serían construcciones culturales. Habría sido la evolución de la cultura en los distintos pueblos, en distintos momentos de la historia la que ha atribuido a varones y mujeres ciertos roles; se es varón o mujer porque a la persona la han ido modelando, desde la primera infancia, para portarse como varón o como mujer. Se escinde peligrosamente de dos aspectos de la realidad humana, lo biológico, físico o corpóreo de lo que es más personal, lo libre, lo creativo que tiene el ser humano; su proyección personal, a medida que va creciendo y madurando y que se expresa en la acción. Suelen oponerse esas dos dimensiones y se considera lo biológico, a lo que se identifica con lo natural, con un orden inferior, como algo que no es totalmente humano; el hombre es el espíritu, el pensamiento -aquí asoma la dependencia cartesiana-; actualmente se dice que el ser humano es la libertad, la creatividad; por tanto, corresponde que el hombre maneje su propio cuerpo, lo instrumente, de modo que alguien haga lo que quiera con sus bríos, ya que esta dimensión no sería plenamente humana, sino un instrumento inferior. De este modo se escinde la unidad viviente de la realidad del ser humano, tanto varón como mujer, que son bíos, psiquis y espíritu o pneuma. El ser personal del hombre no se concibe sin una base biológica; una recta antropología muestra que es un todo tan íntimamente conectado en una unidad viviente; lo sexual repercute en el genio, en la personalidad.

  Al determinar que lo masculino y femenino son creaciones culturales; y que por lo tanto a uno «lo hacen» varón o mujer, sin que la base biológica sea decisiva, al negar de hecho el concepto de sexo y reemplazarlo por el de género, se abre el camino para que cada persona elija su orientación sexual, y que se pueda pasar de una a otra condición. Habría variantes de un continuo sexual, con intersexos, que se identifican como géneros. Comúnmente se entiende que el género se refiere a roles socialmente constituidos, ejercidos por varones y mujeres; se trata de una definición reductiva, una noción puramente sociológica. Dentro de esta postura se encuentra la negación del concepto metafísico de naturaleza. Las dimensiones biológicas, psicológicas y afectivas están absorbidas por la reducción sociológica al rol, las oportunidades y responsabilidades atribuidas en un contexto cultural determinado. Observemos que estos desarrollos implican la imposición de un modelo unívoco Occidental y moderno de presunta promoción de la mujer que no tiene cabida, de hecho en otras culturas. La globalización de las comunicaciones lleva a la imposición de este modelo. Notemos el caso argentino, impuesto por los recientes gobiernos. El actual, por ejemplo, como si nada, llega al grado oficial de aceptación del modelo, otorgando valor jurídico en el DNI. Las costumbres van por otros carriles: la gente en su mayoría no se casa, o no ve diferencia entre la convivencia en pareja y el matrimonio. Desde el Estado, en Argentina, ahora se implementa, en los colegios, el llamado programa de Educación (perversión) Sexual Integral (ESI). Un detalle para llorar a gritos: el gobierno ha mandado fabricar miles de penes de madera para distribuir entre los educadores, para que enseñen a los niños y adolescentes a calzar el condón. Así promueve el acceso temprano a la experiencia sexual. Este es el mismo gobierno que ha promulgado la legalización del aborto. Otra estúpida ocurrencia es promover el uso del llamado lenguaje inclusivo. La ideología va pareja a la ignorancia.

+ Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata